Se trata, según la leyenda, de un joven que asesinó a sus padres y está
condenado a vagar eternamente con un saco lleno de los huesos de sus
progenitores.
Tiene un silbido característico que se asemeja a las notas musicales do,
re, mi, fa, sol, la, si, en ese mismo orden subiendo el tono hasta fa y
luego bajando hasta la nota si. Se dice que cuando su silbido se
escucha muy cerca no hay peligro, ya que el silbón está lejos, pero si
se escucha lejos es porque está cerca. También se dice que escuchar su
silbido es presagio de la propia muerte.
La leyenda del Silbón nació a mediados del siglo XIX y algunos
estudiosos creen que era una forma de control social que la tradición
creó para evitar las infidelidades de los hombres.
Dice la leyenda que El Silbón recorre la región llanera con un silbido
que estremece al ser escuhado. Confunde, pues cuando se escucha cerca es
porque está lejos, y viceversa.
La señal confirmatoria de que el espíritu ronda el vecindario es un característico ruido de huesos que chocan unos con otros.
Se cree que los lleva en un saco, al hombro. Unos piensan que son los
huesos de sus víctimas más recientes; otros, que pertenecen a su propio
padre.
Para cuando se alcanza a oír el “crac-crac”, sin embargo, tal vez es demasiado tarde.
Cuentan que hubo una vez un joven que descubrió que algo extraño estaba pasando entre su padre y su esposa.
Unos dicen que el viejo le pegó a la joven. Otros sostienen que la violó.
“Lo hice porque es una regalada”, fue la explicación que el viejo dio a su hijo.
La leyenda sigue con que el joven estalló en furia, y se enfrascó en una pelea a muerte con su padre.
De los dos, el padre llevó la peor parte. El joven le asestó un fuerte
golpe en la cabeza con un palo, que lo tumbó en el suelo, donde el hijo
se le abalanzó y lo ahorcó.
El abuelo del joven, que escuchó de la pelea, fue en busca de la
víctima, a todos los efectos, su hijo. El abuelo juró castigar al joven,
su propia carne y sangre, por el horrendo crimen que había cometido…
contra su propia carne y sangre.
Poco tardó en encontrarlo. Entonces lo amarró y le propinó una andanada
de latigazos con un “mandador de pescuezo”, típico del llano.
“Eso no se le hace a su padre…Maldito eres, pa´ toa´ la vida”, le decía.
Para completar la sanción, le frotó ají picante en las heridas y echó al
perro de nombre Turéco para que lo persiguiera. Hasta el fin de los
tiempos le muerde los talones.
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